Revista Digital de Ciencias Bezmiliana ISSN:1989-497X

 

 

El diccionario Oxford ha elegido como palabra del año en 2016 el término posverdad (post-truth en inglés). Para evaluar la idoneidad de semejante decisión nada mejor que el buscador Google: proporciona 294.000 entradas en español y 19.100.000 en inglés (esto se está escribiendo el 3 de enero de 2017, cuando el lector esté posando su vista sobre esta editorial seguramente ese número se habrá incrementado). El diccionario citado la describe como una palabra híbrida cuyo significado “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. ¿Por qué tanto revuelo por un mero vocablo? ¿Merece tanta atención?

Creemos que la merece sobradamente. Desde que el pensamiento griego definiera la verdad como la correspondencia entre lo pensado y lo real, el desajuste entre ambos ámbitos se percibió como una desviación, como un desvarío que sólo podría conducir a la oscuridad y al error. Muy trabajosamente, persiguiendo esa difícil concordancia, y a lo largo de muchos siglos de búsqueda intelectual e investigación, hemos conseguido construir toda una cultura que ha cambiado a la postre nuestra manera de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos. Esa cultura, además del amor al conocimiento, ha fomentado la civilización misma. No en vano, la tarea de elevación de la ciencia a Cultura, con mayúsculas, se realizó durante el periodo histórico de la Ilustración, junto a una visión racional de la naturaleza y su mejor campo de pruebas, la búsqueda de la felicidad terrenal, elementos todos que conjuntamente han modificado nuestro modo de vida y el nivel de justicia de nuestras sociedades, mejorándolo. El resultado es que verdad, conocimiento, justicia, felicidad, razón y civilización son valores que se apoyan mutuamente y se entrecruzan: un ataque a cualquiera de ellos es una embestida contra toda la concepción del mundo propia de la modernidad ilustrada.

Ya hace años que la corriente filosófica denominada postmodernismo ha perdido fuelle en los ambientes intelectuales. Según ésta, la noción de verdad es relativa y se reduce a un relato que adquiere más seguidores que otros relatos alternativos igualmente válidos. No deja de tener gracia que los sutiles filósofos y sociólogos que crearon esta escuela no aplicaban sus ideas a su propia vida cotidiana: seguro que comprobaban sus recibos, cuentas del banco y contratos como los demás mortales. Igualmente divertido es el siguiente argumento autodestructivo: la noción de que la verdad es sólo un relato, es también un mero relato que no puede ser una verdad objetiva. Pero, al menos, defendían sus planteamientos con honestidad: se podía discrepar y discutir razonadamente con ellos.

Al hablar de posverdad nos referimos a algo mucho más cutre y menos sofisticado; a algo tan antiguo y bárbaro como la mentira pura y dura, la manipulación, el uso del rumor y de la ignorancia ajena con fines inconfesables. Cabalgando la ola de Internet y la gigantesca amplificación que en este nuevo medio adquiere cualquier mensaje, esa cultura indecente del amarillismo, de los tabloides, del sensacionalismo, del fomento de las más bajas pasiones para hacer negocio, ha tomado nuevo y peligroso impulso. Nada que ver con el sólo sé que no se nada socrático, ni la duda metódica cartesiana que han sido estiletes filosóficos que han marcado el camino al pensamiento humano hacia sus logros más impresionantes. Ahora el culto y genial escepticismo del que hablamos lo proclaman, abaratado y desvirtuado, las empresas petroleras en torno al cambio climático. El nuevo impulso de la vieja mentira ha venido de la mano de campañas populistas, en el peor sentido del término, que han conducido al Brexit con argumentos que, a la postre, hasta sus propios defensores han reconocido como falsos; o a que un chalado se presente con un fusil de asalto en una pizzería de Washington para salvar a los niños que allí se encontraban, destinados a sufrir abusos sexuales e incluso sacrificios humanos en honor al demonio, esclavizados por una red que dirigía, ahí es nada, el jefe de campaña de la candidata a la presidencia Hillary Clinton (no es una exageración, Edward Welch se llamaba el pobre diablo que creyó este rumor propagado en Internet, que por suerte no hirió a nadie antes de que le explicaran que allí sólo se vendían pizzas; para más detalles ver el enlace).

Ahora el daño ya está hecho: el Reino Unido ha clavado un rejón, esperemos que no sea de muerte, al mayor experimento de integración transnacional y de fomento de relaciones civilizadas de la historia humana, la Unión Europea; el próximo Secretario de Estado del país más poderoso de la Tierra va a ser un ejecutivo de la compañía petrolera ExxonMobil, que sin duda hará un uso torticero del sano y complejo escepticismo para encubrir sus verdaderos propósitos: quemar petróleo sin control, cuestionando muy probablemente el reciente consenso de la conferencia de París sobre cambio climático, que tanto trabajo había costado alcanzar.

El conocimiento humano no sólo tiene un valor instrumental, que también, sino que, al fomentar el uso de la razón entre las nuevas generaciones, tiene un indiscutible papel formativo. La formación académica nos ha hecho más racionales y más críticos. Hay que luchar, desde el sistema educativo, contra esta nueva ola de barbarie, egoísmo, mentira, estupidez y mala educación, a la que puede subirse el hombre más poderoso de la Tierra sin que nada pase. Hay que explicarles a nuestros alumnos y alumnas que aunque salga en todos los telediarios y tenga millones de seguidores en Twitter, no deja de ser un vulgar grosero al que tienen que evitar parecerse. Hay que transmitirles con pasión de educador que cada vez que sostengan una opinión deben apoyarla con argumentos y evidencias, y que si no las encuentran deben de modificarla o abandonarla por otra mejor, aunque la compartan con alguien que les caiga mal. Hay que enseñarles a ser lúcidamente escépticos y críticos, siguiendo los muy sabios pasos de Sócrates o Descartes, ese imprescindible bagaje del pensamiento universal. Este expediente tan aparentemente sencillo acaso encierre la clave del futuro de la humanidad.



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