CULTURA, CIENCIA Y COMPLEJIDAD

¿Por qué la cultura? ¿Por qué protegerla? ¿Por qué transmitirla? La realidad es que no le han faltado, ni aún le faltan, poderosos enemigos: uno de los más reputados fue Goering, el jerarca nazi que, aseguraba en una cita famosa, quitaba el seguro de su pistola sólo por oír esa palabra. En España tuvimos nuestro propio vocero de la tribu ancestral, Millán Astray, quien en un conocido incidente, reivindicó a gritos ante el culto Unamuno la supremacía de la fuerza bruta. Ya sólo por el nivel mostrado por estos personajes debemos pensar que algo bueno debe tener aquello que les provocaba tanta aversión. El propio Millán, identificando correctamente al enemigo de la cultura, gritó: ¡viva la muerte! Este grito recibió poco después, promovidas por nuestro primer citado y sus poco delicados amigos, 50 millones de adhesiones silenciosas. Más recientemente, en la tiránica Camboya de los jemeres rojos, se asesinaba a cualquier persona con estudios o simplemente por tener gafas (¿para qué podemos querer unas gafas sino para leer?), tildada del mortal calificativo de intelectual.

Así que, esencialmente, la cultura está al servicio de la vida y nos proporciona instrumentos efectivos para que el máximo de seres la conservemos y la disfrutemos con más plenitud, conciencia y libertad: sofisticando el arsenal primario de emociones que la Naturaleza nos cede gratuitamente; relacionando esas mismas emociones, que compartimos con tantos animales, con una inteligencia simbólica de la que puede servirse sólo nuestra especie; haciéndonos artificiales por naturaleza, en feliz expresión del filósofo Fernando Savater; dándonos una forma final, una identidad; incorporando los conocimientos adquiridos por generaciones anteriores (¿por qué no morimos cumplido nuestro destino reproductor como ocurre en tantas especies?); en suma, introduciendo la complejidad en nuestras vidas.

El libro “El lugar del hombre en el Cosmos” de Fred Spier (Editorial Crítica, 2010) nos presenta el relato completo de nuestro devenir, pero no desde hace miles de años, en su forma convencional, sino desde el mismísimo Big Bang, dentro de un enfoque novedoso conocido como la Gran Historia, que anuda las perspectivas científica e histórica. El propio autor define la esencia de este acercamiento: “la Gran Historia es el estudio de la evolución de las diversas formas de complejidad que se han ido sucediendo desde los orígenes del tiempo hasta las sociedades humanas”. Leyéndolo podemos imaginar la razón de la aversión de Goering por la cultura: la forma de complejidad nazi se basaba en algo ya descubierto hacía muchos millones de años, la destrucción del otro, y todo el periodo posterior les debería parecer un desperdicio que sólo sirvió para fabricar la pistola que desenfundaron generosamente. Que la complejidad puede ganar batallas a la brutalidad, ojalá que fuera de un modo irreversible, lo pone de manifiesto que la última gran guerra entre superpotencias también se libró en el terreno de lo simbólico enviando astronautas a la Luna.

Bajo el calificativo común de complejidad, ciencia y cultura quedan indisolublemente unidas, a pesar de que, popularmente, aún no las pongamos en el mismo saco. Por un lado, podemos considerar el pensamiento científico como el intento de aprehender una complejidad que la naturaleza exhibe generosamente. Por otra parte, en su triple utilidad, práctica, estética y espiritual o existencial, según se prefiera, la cultura se topa con la ciencia. Respecto al primer elemento de la enumeración anterior no hay mucho que añadir por obvio, aunque sí quizás algo sobre los otros dos: el mismo libro citado anteriormente nos expone un relato que puede ser calificado de bello, al menos tan bello o más que la diversa mitología al uso, que responde al famoso triple interrogante de ¿quiénes somos? ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos?, y que cumple, a diferencia de los mitos, con estrictos requisitos y controles de veracidad.

Por tanto, el enemigo de la cultura no es otro que la simplicidad (nunca la sencillez, que es una compleja y noble aspiración) y el fanatismo ramplón. El papel esencial de los sistemas educativos radica en mantener y aumentar el nivel de complejidad de nuestra civilización, y el de modelar socialmente mentes individuales lo suficientemente complejas como para sostenerla, enriqueciendo de paso nuestra perspectiva vital y proporcionándonos más y mejores oportunidades de disfrutar la vida de un modo sofisticado y refinado, como corresponde a nuestra potencialidad inteligente. Para que podamos apreciar, en definitiva, la profundidad del pensamiento de Confucio: “un hombre corriente se maravilla de las cosas insólitas, un hombre sabio se maravilla de las cosas triviales”. Para aprender a maravillarnos de la inmensa complejidad de todo lo trivial que nos rodea y nos constituye.

 

ISSN:1989-497X
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