El gran filósofo y pedagogo José Antonio Marina, ex profesor de instituto, cuenta una historia llena de verdad y carácter inspirador. Alguien pregunta a tres canteros que ejecutan la tarea de modelar bloques de piedra a qué se dedican: dos de ellos, tristes y desmotivados, responden que a hacer lo que le mandan, el primero, y a repetir cada día la misma pesada ocupación, el segundo; el tercero, lleno de entusiasmo, responde que él construye una catedral (para ver al propio José Antonio relatándolo, hacer clic aquí). La catedral no es ni más ni menos que un proyecto civilizador para toda la humanidad, pero para los/las que se pierden con objetivos de luz tan larga vale también la luz más corta del progreso equilibrado y justo de la sociedad en la que nos ha tocado en suerte vivir… ahí es nada.
Hace años que una parte significativa del profesorado percibimos una paulatina pérdida de control sobre nuestro trabajo; una progresiva burocratización, una atención creciente a ese universo paralelo de papeles y normas que nos ahoga; una insidiosa penetración de lo que podríamos llamar educación defensiva, aquella en la que lo que importa es no tener problemas, cumplir con una formalidad opresiva que no conduce a ninguna mejora real y que normalmente genera una pérdida de tiempo, pero que nos deja escudados frente a posibles reclamaciones de no se sabe quién; una gradual mayor presencia del lenguaje jurídico de circulares y bojas, proceso paralelo a nuestra pérdida de autoridad y consideración profesional. Un panorama, en suma, que nos conduce irremisiblemente a los dos tristes canteros de la parábola de Marina, mientras el tercero sobrevive como puede, esforzándose activamente por eliminar de su mente tanto expediente sin sentido que lo distrae y aleja de su ilusionante camino.
Un profesorado, en ocasiones, desmoralizado y falto de apoyo institucional; con una pérdida de ascendencia y respeto social que carcome el suelo bajo sus pies; con una autonomía disminuida y con poca o ninguna influencia sobre lo que se cuece en las alturas; con una sensación profunda de que eso que se cocina en la lejanía no guarda conexión con su trabajo diario; que el diagnóstico que esas instancias inalcanzables establecen sobre la realidad está desviado, que apunta a lo secundario y no a lo esencial. El hecho es que nuestra posición en las evaluaciones PISA se mantiene e incluso, en la última publicada, baja (ver este enlace), sin que ningún responsable educativo haga un discurso autocrítico, de rectificación; casi tememos más bien lo contrario: que el curso que viene vuelvan a la carga con más ahínco para examinar nuestros papeles que seguramente no recogen los nuevos bálsamos de fierabrás pedagógicos con suficiente amplitud (ya sean objetivos, competencias o estándares de aprendizaje, tanto da).
Según los estudios del experto en evaluación educativa John Hattie, basados en unos 800 metaanálisis sobre 50.000 investigaciones específicas y unos 80 millones de estudiantes en total como muestra (una metodología muy robusta, por tanto), la calidad del profesorado explica el 30 % de los resultados del alumnado. Puede parecer poco, poquísimo, a los que nos tratan con el desprecio de considerarnos únicos responsables del desaguisado educativo en el que estamos insertos, pero es la realidad más a mano desde la que podemos invertir una tendencia tan negativa. En Finlandia, un país puntero en rendimiento académico, a pesar de experimentar con innovadoras propuestas educativas, se cuidan mucho de seleccionar al profesorado alimentando una dura competencia: a cada plaza de estudiante del Grado de Educación se presentan nueve candidatos. Huelga decir que allí estos profesionales de élite “gozan de una gran reputación e históricamente de la confianza de los padres” (ver el siguiente enlace). ¿Para cuándo ese MIR educativo del que tanto se ha hablado? Si este sistema ha logrado elevar ostensiblemente la calidad de la medicina española, ¿por qué no ensayarlo en educación? Para no apelar a realidades lejanas, pongamos ahora la lupa en Portugal, “estrella ascendente de la educación internacional” (calificación usada en un artículo de la BBC News, haciendo clic aquí): con un aumento sostenido en dos décadas de sus resultados PISA que lo han llevado a superar la media de la OCDE (nuestro país está por debajo). Lo han conseguido con una combinación de inversión educativa, apoyo a los centros públicos, programas contra el abandono escolar, formación del profesorado y un aumento de la autonomía de los centros educativos, sobre todo a partir de 2012 con una ley específica que la promueve. Es evidente que esta experiencia, que está desarrollándose actualmente en nuestra vecindad, debe de hacernos reflexionar sobre posibles vías de mejora.
Más allá de los objetivos datos, hagamos un ejercicio de memoria, intentemos recordar al profesorado que nos marcó, que abrió puertas en nuestra mente e intereses, que dejó huella. ¿Cuántos eran aburridos burócratas que repetían cada año lo que les mandaban los capataces de la obra? Más bien pertenecían al alocado grupo de los constructores de catedrales; entusiasmados con su tarea; con habilidades comunicativas e inspiradoras, que transmitían pasión por su cometido y disciplina porque la sentían, aquí no hay trampa ni cartón posible; que basaban su poder de fascinación en la interacción emocional y sentimental, tan importante como la puramente intelectual; que creían que tenían algo que decir y aportar sobre su propio rol profesional, no solo se concebían a sí mismos como ovejitas sumisas al pastoreo de la superioridad. Cuando las grandes empresas del Silicon Valley, expertas en eficiencia organizativa, han descubierto que hay que tratar bien al trabajador, darle poder de decisión y apoyo, cuidar su bienestar y autoestima, favorecer su motivación intrínseca y su inclinación al logro y la excelencia, aquí caminamos en dirección contraria.
Si la ciudadanía de este país no es capaz de exigir a su clase política un pacto educativo consistente y que defina claramente nuestras ambiciones en este terreno (los planos de la catedral, por así decirlo); si los líderes de la política educativa pueden continuar y perseverar en una dirección que la realidad revela como insuficiente, sin capacidad de autocrítica ni visión para adoptar políticas más eficaces; si el profesorado nos dejamos asimilar, casi sin darnos cuenta, a las dos clases de canteros tristes y desmotivados, habrá que concluir que tenemos lo que nos merecemos.
Antonio J. Lechuga Navarro
Editor de la Revista Digital de Ciencias Bezmiliana