Leemos con interés la cita de García Lorca en la página web del Club Científico Bezmiliana bajo el epígrafe “Ciencia y poesía” (en la sección “Arte y Ciencia”). A muchos habrá sorprendido tal relación. Ciertamente pocas cosas parecen tan opuestas como la ciencia y la poesía, sin embargo no son pocos los poemas en los que aparecen conceptos científicos o, al menos, en los que se hace referencia, aunque sea tangencialmente o metafóricamente, a términos científicos. Pablo Neruda, Vicente Aleixandre, Jorge Luis Borges, Gustavo Adolfo Bécquer y un largo etcétera de excelentes poetas han incluido referencias científicas en su obra(1).
Destacamos entre ellos a Gabriel Celaya (1911-1991), ingeniero de profesión. Su interés por los avances científicos (a veces vertiginosos) se ve reflejado en su producción poética. Celaya escribió una serie de poemas inspirados en los descubrimientos de nuevas partículas elementales (Itinerario poético, ediciones Cátedra, Madrid, 1975). Como muestra he aquí los primeros versos de su poema Beta-1: “Un acelerador de partículas lanzadas / a millones de años-luz: un poema”.
Más abundantes son las referencias científicas en la prosa literaria. De hecho, hay un género, la ciencia ficción (con el inolvidable escritor y divulgador Isaac Asimov a la cabeza), estrechamente relacionado con la ciencia (abundantemente se ha escrito al respecto y no insistiremos en este artículo). Trataremos aquí brevemente de algunos escritores, a modo de ejemplos, cuyas obras consideramos de gran interés para el tema que nos ocupa: Goethe, Mary Shelley, Verne, Baroja y Levi (muchos otros podrían citarse).
Johann Wolfgang Goethe (1749-1832), precursor del romanticismo alemán, no es sólo una de las más relevantes figuras de la literatura universal sino que se interesó por diversas disciplinas científicas como la geología, la botánica, la física o la anatomía (el mineral goethita lleva su nombre en honor del escritor alemán), aportando ideas muy originales. El autor de Fausto escribió una novela, Las afinidades electivas, inspirada en el concepto químico de “afinidad”, aplicándolo a las relaciones humanas. El concepto fue utilizado por primera vez en 1775 por el químico sueco Torbern Bergman en un tratado de química titulado Las afinidades electivas (la obra de Goethe es de 1809). El término hace referencia a la disociación de dos elementos fuertemente unidos en presencia de un tercero que ejerce sobre uno de los dos una atracción más intensa. Goethe traslada el concepto a las relaciones entre los protagonistas, constituyendo la novela una reflexión sobre el conflicto entre lo natural y lo moral, entre el deseo y la conveniencia.
Mención especial merece Frankenstein, de Mary Godwin Shelley (1797-1851), escrito cuando la autora tan sólo contaba con diecinueve años. Una novela mucho más sustanciosa de lo que pueda pensarse en principio. Recomendamos el libro La bañera de Arquímedes (Pequeña mitología de la ciencia), de S. Ortoli y N. Witkowski (Espasa Bolsillo; Madrid, 1999), donde se dedica un capítulo a Frankenstein. Para los autores, la visión que habitualmente tenemos de la novela está bastante deformada debido fundamentalmente al cine: un relato de terror con la moraleja de que debemos desconfiar de los científicos y sus extraños descubrimientos e inventos de imprevisibles consecuencias (visión ésta demasiado simple de la obra que, nos dicen los autores de La bañera de Arquímedes , “no somete a juicio a la ciencia sino a la cobardía de una sociedad que terminó derrotando a la microsociedad futurista” que Mary Godwin Shelley había intentado formar con su marido y Byron). Según Ortoli y Witkowski, el pretexto científico de la obra, un engendro producto de la aplicación de los conocimientos de la medicina, la química y la electricidad, tiene su origen en el esposo de Mary Godwin, Percy B. Shelley, muy interesado por los avances científicos de su época: lector de Erasmus Darwin, Voltaire y Diderot, entre otros; curioso seguidor de los descubrimientos de nuevos elementos por Humphrey Davy mediante electrólisis y de los trabajos desarrollados por Faraday, Oersted y Ampère, que revelaban una relación entre los fenómenos eléctricos y el aún misterioso magnetismo. Asimismo conocía el célebre experimento de Galvani (1791), quien erróneamente había atribuido a una supuesta “electricidad animal” la contracción de las ancas de rana al entrar en contacto con dos metales diferentes (como es sabido, la hipótesis de Galvani fue refutada por Volta, inventor de la pila eléctrica en 1800). La experiencia de Galvani parecía mostrar un vínculo entre la vida y la electricidad (el sueño de dar vida a un ser mediante una descarga eléctrica se hace realidad en la novela: “fui reuniendo los instrumentos para transmitirle una chispa de vida a la cosa inanimada que yacía a mis pies”, narra el protagonista).
Lugar muy destacado en la literatura con contenido científico ocupa Julio Verne (1828-1905) (2). El novelista francés plasmó en su obra el espíritu científico-tecnológico del siglo XIX, con buenas dosis de imaginación pero con una documentación extraordinaria. La ciencia juega un papel esencial en novelas como: De la Tierra a la Luna, Alrededor de la Luna, Viaje al centro de la Tierra, etc. Para escribir La isla misteriosa, según contó a su editor, tuvo que dedicar muchas horas al estudio de la Química y visitó fábricas de productos químicos, pues pretendía que fuera “una novela química”.
Citemos dos ejemplos más de ciencia en la literatura: el de nuestro gran novelista del 98 Pío Baroja, médico con buena formación científica y lector de obras filosóficas (Schopenhauer, Nietzsche, Kant y otros) y el del químico y escritor italiano Primo Levi, de origen judío (lo cual marcaría su destino y su producción literaria).
La obra de Baroja (1872-1956) está salpicada de referencias científicas (aunque son más numerosas las filosóficas). Muestra de ello son sus novelas protagonizadas por el singular Silvestre Paradox (Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox y Paradox, rey, ambas muy recomendables para el lector joven) y el cuento La vida de los átomos, de fácil lectura (como es característico del escritor vasco) y fino sentido del humor. El protagonista, adormecido tras la lectura nocturna de un tratado de Química, al calor de la chimenea, imagina o sueña una danza de átomos, revoloteando vertiginosamente sobre su cabeza. Así: “¡Hache! ¡Hache!, estornudaba un señor idiota, inodoro, incoloro e insípido”, o “¡Ag…, ag…, ag…! exclamó una señora vestida de blanco, con una risa argentina”. El positivista protagonista del delicioso cuento, indignado, se pregunta: “¿Quién ha visto el átomo? ¿Quién ha pesado el átomo? ¿Por qué se atreve a decir nadie que es indivisible?”. Para él el átomo es una antigualla, una hipótesis que hay que abandonar; “tenemos que remontarnos más allá, al subátomo, si se me permite la expresión”, nos dice.
Primo Levi (1919-1987) estudió Química en Turín. Durante la Segunda Guerra Mundial fue arrestado por la milicia fascista y, dado su origen judío, fue entregado al ejército de ocupación alemán, siendo posteriormente deportado a Auschwitz, donde pasó casi un año hasta que finalmente el campo fue liberado por el ejército rojo. Levi fue uno de los pocos supervivientes del campo y sus vivencias en él quedan reflejadas en su obra literaria. El conmovedor relato autobiográfico Se questo è un uomo (Si esto es un hombre) es considerado una de las obras más importantes del siglo XX. Destacamos en este artículo su libro El Sistema Periódico, particularmente atractivo para lectores con formación en química. Con veintiún capítulos (cada uno lleva el nombre de un elemento químico: Argón, Hidrógeno, Hierro, Zinc, etc.), se narran episodios vitales del autor y se incluyen dos cuentos (Plomo y Mercurio), guardando cada uno de ellos relación con el elemento químico que da nombre al relato. Una obra ésta muy original que no nos dejará indiferentes. Nos impresionará la narración de la penosa vida en el campo de concentración, donde, más que el miedo a la muerte, el principal problema era el hambre. Lo prioritario en el campo era conseguir algo que comer. El narrador, que trabajaba para los alemanes en el laboratorio, nos cuenta cómo se las ingeniaba, utilizando sus conocimientos de química, para conseguir sustancias que pudieran aportarle algo de energía o, al menos, con las que poder saciar el hambre: ácidos grasos obtenidos por oxidación de la parafina (de sabor extremadamente desagradable), frituras de algodón hidrófilo o glicerina.
En estas pinceladas que hemos titulado La ciencia en la literatura hemos visto cómo el conocimiento científico no es sólo cosa de sesudos hombres de ciencia, sino que muchos escritores (de los cuales aquí tan sólo se han citado algunos ejemplos), unos con sólidos conocimientos científicos y otros no tanto (algunos poco versados incluso) tienen obras relacionadas con la ciencia. Una prueba más de que el saber científico, aparte de ser de gran utilidad, forma parte de un todo que es la Cultura, entendida ésta en un sentido amplio, tal como hoy, por fin, hacemos.
Notas:
(1) Para la lectura de poemas relacionados con la ciencia consúltese en internet la página www.madrimasd.org/cienciaysociedad/poemas/ , que contiene una amplia selección.
(2) Mucho podría hablarse del gran pionero de la ciencia ficción. Sus libros no deberían faltar en ninguna biblioteca juvenil, pues estimulan extraordinariamente la imaginación y la curiosidad científica. De la Tierra a la Luna, por ejemplo, no sólo nos hará disfrutar sino que nos enriquecerá con la detallada información científica que contiene (digamos asimismo que en la novela del escritor francés se describe exhaustivamente el proceso de diseño y construcción del cohete, con todas sus etapas).
Bernardo Rivero Taravillo
Profesor de Física y Química
I.E.S. Alpesa (Villaverde del Río, Sevilla)