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Destacamos entre ellos a Gabriel Celaya (1911-1991), ingeniero de profesión. Su interés por los avances científicos (a veces vertiginosos) se ve reflejado en su producción poética. Celaya escribió una serie de poemas inspirados en los descubrimientos de nuevas partículas elementales (Itinerario poético, ediciones Cátedra, Madrid, 1975). Como muestra he aquí los primeros versos de su poema Beta-1: “Un acelerador de partículas lanzadas / a millones de años-luz: un poema”.
Más abundantes son las referencias científicas en la prosa literaria. De hecho, hay un género, la ciencia ficción (con el inolvidable escritor y divulgador Isaac Asimov a la cabeza), estrechamente relacionado con la ciencia (abundantemente se ha escrito al respecto y no insistiremos en este artículo). Trataremos aquí brevemente de algunos escritores, a modo de ejemplos, cuyas obras consideramos de gran interés para el tema que nos ocupa: Goethe, Mary Shelley, Verne, Baroja y Levi (muchos otros podrían citarse).
Johann Wolfgang Goethe (1749-1832), precursor del romanticismo alemán, no es sólo una de las más relevantes figuras de la literatura universal sino que se interesó por diversas disciplinas científicas como la geología, la botánica, la física o la anatomía (el mineral goethita lleva su nombre en honor del escritor alemán), aportando ideas muy originales.

Mención especial merece Frankenstein, de Mary Godwin Shelley (1797-1851), escrito cuando la autora tan sólo contaba con diecinueve años. Una novela mucho más sustanciosa de lo que pueda pensarse en principio. Recomendamos el libro La bañera de Arquímedes (Pequeña mitología de la ciencia), de S. Ortoli y N. Witkowski (Espasa Bolsillo; Madrid, 1999), donde se dedica un capítulo a Frankenstein. Para los autores, la visión que habitualmente tenemos de la novela está bastante deformada debido fundamentalmente al cine: un relato de terror con la moraleja de que debemos desconfiar de los científicos y sus extraños descubrimientos e inventos de imprevisibles consecuencias (visión ésta demasiado simple de la obra que, nos dicen los autores de La bañera de Arquímedes , “no somete a juicio a la ciencia sino a la cobardía de una sociedad que terminó derrotando a la microsociedad futurista” que Mary Godwin Shelley había intentado formar con su marido y Byron). Según Ortoli y Witkowski, el pretexto científico de la obra, un engendro producto de la aplicación de los conocimientos de la medicina, la química y la electricidad, tiene su origen en el esposo de Mary Godwin, Percy B. Shelley, muy interesado por los avances científicos de su época: lector de Erasmus Darwin, Voltaire y Diderot, entre otros; curioso seguidor de los descubrimientos de nuevos elementos por Humphrey Davy mediante electrólisis y de los trabajos desarrollados por Faraday, Oersted y Ampère, que revelaban una relación entre los fenómenos eléctricos y el aún misterioso magnetismo. Asimismo conocía el célebre experimento de Galvani (1791), quien erróneamente había atribuido a una supuesta “electricidad animal” la contracción de las ancas de rana al entrar en contacto con dos metales diferentes (como es sabido, la hipótesis de Galvani fue refutada por Volta, inventor de la pila eléctrica en 1800). La experiencia de Galvani parecía mostrar un vínculo entre la vida y la electricidad (el sueño de dar vida a un ser mediante una descarga eléctrica se hace realidad en la novela: “fui reuniendo los instrumentos para transmitirle una chispa de vida a la cosa inanimada que yacía a mis pies”, narra el protagonista).
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