En la época postmoderna, felizmente también posteada por el dinamismo histórico, el credo común establecía que la verdad no era alcanzable, que no existía la objetividad, que la única diferencia entre un chamán y una quimioterapia eficaz era sociológica y cultural y que las diferentes posturas en controversia sólo eran relatos igualmente factibles sobre la realidad, en competencia para lograr su validación consensuada por la mayoría. Perfecto: ¿y cómo pudo meternos Einstein en la mente a toda la mayoría su extraña, contraintuitiva y difícil teoría de la relatividad? ¿No será más bien porque la Naturaleza se le ajustaba como guante suave? ¿Y qué problema hay entonces en denominarla verdadera, mientras nuevos hechos objetivos no demuestren lo contrario?

Una cierta prevención antidogmática es sana pero no lo es pasarse al extremo opuesto: en ese caldo de cultivo todo lo alternativo floreció cual humus agradecido. ¡Qué simpático y alternativo era todo! Pues ya vale: ahora se impone desenmascarar las mentiras que se nos han colado por ese gran hueco  que dejamos en nuestra mente abierta (y que según Carl Sagan haría que se nos cayera el cerebro). De toda la retahíla de medicinas alternativas parece que sólo se salvan la acupuntura y los masajes y éstas sólo para algunas cuestiones muy específicas (no son el balsamo de Fierabrás que se nos vendía como moto reluciente).

El siguiente artículo publicado ya hace más de un mes nos informa de una investigación auspiciada por organismos públicos españoles, suponemos que con la loable finalidad de poner un poco de orden en la cantidad de terapeutas alternativos que juegan con la salud y la dignidad de la gente, que ha determinado las medicinas alternativas que funcionan realmente. ¿Qué trabajo le cuesta a una medicina alternativa demostrar su efecto en un estudio serio, riguroso y válido metodológicamente? No es tan difícil ¿Por qué no lo hacen?

Más información: El País.