Revista Digital de Ciencias Bezmiliana ISSN:1989-497X

David Galadí-Enríquez

Doctor en Físicas y astrónomo responsable de comunicación del Centro Astronómico hispano-alemán de Calar Alto (Almería)


Rondaría yo los quince años de edad cuando tuve la suerte de hacer un viaje de estudios con el instituto en el que cursaba el bachillerato, una excursión de una semana que llevó a un grupo de unos veinte estudiantes andaluces, de varias ciudades y pueblos,  más lejos de donde la mayoría habíamos estado nunca. Partimos desde mi ciudad en el interior de la Península y en cierto momento la ruta llegó a la costa. Cómo olvidar la expresión de uno de los compañeros cuando vio el mar por primera vez en su vida. Corrían los años ochenta y es verdad que por entonces era ya muy raro encontrar adolescentes que no hubieran estado nunca en la playa, pero todavía sucedía de vez en cuando. Hoy eso ya no pasa: en la España del siglo XXI todo el mundo ha visto el mar antes incluso de tener uso de razón. El mar está al alcance de todos pero, ¿cuántos chicos de quince años han visto la Vía Láctea?
    Nuestros padres y abuelos de la España del interior quizá no vieran el mar hasta la edad adulta, pero el firmamento nocturno formaba una parte natural de su paisaje cotidiano y hablaban del camino de Santiago o de las estrellas fugaces con la misma soltura que de los arroyos de la sierra o de la diferencia entre una mirla y un zorzal.
    La astronomía, la ciencia del cielo, se dedica a un objeto de estudio que resulta peculiar por muchos motivos, entre ellos el hecho de tratarse del espectáculo más lejano pero a la vez más accesible: no hay nada más distante que el firmamento y sin embargo lo tenemos ahí todos los días, todas las noches, desde cualquier lugar de la Tierra. Otras ciencias de vanguardia y muy de moda no son, ni mucho menos, tan cotidianas. Quien se interese por la biología molecular, la genética o incluso la química, tiene bastante más difícil la experimentación habitual con estas ciencias. Los conceptos básicos de astronomía se comprueban, en cambio, con un gesto tan sencillo como mirar al cielo.

    Pero, ¿de verdad es tan sencillo? El estilo de vida actual impone muchas trabas a quien quiera observar el cielo incluso a simple vista. La iluminación de las ciudades y pueblos mata las luces del cielo, los cascos urbanos carecen de espacios abiertos, vivimos encerrados y solo salimos al exterior enlatados en coches. Pero sobre todo, parece que nadie tiene ya tiempo ni ganas de sentarse en una butaca a la puerta de casa para charlar mientras va mirando con calma cómo anochece, por dónde se ha escondido hoy el Sol, qué aspecto tiene la Luna, dónde anda el lucero de la tarde... Ninguna generación de la historia ha tenido a mano más información que la nuestra acerca del cielo, el universo y sus misterios, pero al mismo tiempo puede afirmarse que en nuestro entorno cultural nunca se ha vivido más lejos del cielo como parte del paisaje natural, como un elemento más de la vida cotidiana.

Contaminación lumínica

En buena medida, el alejamiento del firmamento tiene que ver con los desmanes que se cometen en el alumbrado de exteriores. Por supuesto, de noche hay que iluminar las calles y otros espacios públicos, pero nuestra cultura de nuevos ricos nos ha llevado a iluminar de cualquier manera, sin tener en cuenta el ahorro de energía y sin respeto por el paisaje natural de la noche. Como resultado, se envía una cantidad enorme de luz hacia el cielo, donde no hace falta para nada, y esa luz desperdiciada ilumina las partículas en suspensión en el aire y tiñe de luz el fondo del cielo, que de negro pasa a tomar un tono anaranjado brillante que mata la luz natural del firmamento. La Vía Láctea desaparece en el acto, y las estrellas más débiles se dejan de ver. La contaminación lumínica es un fenómeno complejo con implicaciones económicas, urbanísticas y ecológicas, aparte de culturales y astronómicas, y a este problema corresponde una buena parte de la responsabilidad en el alejamiento entre la ciudadanía y el cielo nuestro de cada día.

Lo que nos queda del firmamento

Aun así, en el cielo rural o incluso urbano siguen sucediendo cosas cada día y para reparar en ellas hace falta un esfuerzo adicional que no encaja bien con el estilo de vida actual. Pero yo animaría a todo el mundo a dar algunos pasos sencillos por recuperar al menos parte del contacto con el firmamento. Se puede hacer mucha astronomía desde la azotea de un bloque de pisos, o desde el patio de una casa de campo. Muchas veces solo hace falta que nos den algunas pistas básicas sobre qué ver, y cómo.

Cielo nocturno
    Los adolescentes de hoy día, o incluso una muy buena parte de las personas adultas, no han visto la Vía Láctea y desde luego lo tienen difícil desde el interior de un casco urbano, pero quizá se animen a buscar las condiciones propicias para ello si primero logramos que descubran una serie de fenómenos celestes que sí tienen al alcance de la vista casi cualquier día del año. Vamos a dar un repaso muy somero por algunos de los espectáculos que todavía nos ofrece la astronomía cotidiana.

La atmósfera y el espacio cercano

En la Tierra nos envuelve la atmósfera y todo lo que se ve en el cielo se percibe con la luz filtrada por este océano de aire. Algunos de los efectos atmosféricos sobre la luz del cielo son bastante molestos para quienes se dedican a la astronomía de manera profesional, pero para los observadores ocasionales suponen un espectáculo visual y quizá también una fuente de sorpresa y entretenimiento.
    El color azul del cielo diurno ofrece mucha información acerca de la atmósfera y la física de su interacción con la luz. El mecanismo del esparcimiento de Rayleigh le roba a la luz solar su porción más azulada y la reparte por toda la bóveda celeste. Cuando el Sol sale o se pone, su luz atraviesa un grosor de atmósfera mucho mayor y entonces se esparce tanta luz azul que el brillo solar pierde los tonos azulados casi por completo y se torna rojizo. Cielo rojizo
    Pero la atmósfera no solo altera el color de lo que se ve en el cielo, sino que también afecta a su forma a través del efecto de la refracción astronómica. En efecto, la atmósfera se comporta como una lente muy peculiar que cambia las posiciones y formas aparentes de todo lo que se ve en el cielo e induce fenómenos bien curiosos. La refracción astronómica inducida por la atmósfera es la responsable de que los discos de la Luna y el Sol se deformen, se «achaten», cuando se acercan al horizonte. Más llamativo es el hecho de que la atmósfera levanta, eleva, sube la imagen de los objetos cercanos al horizonte, y lo hace hasta el extremo de hacer visibles astros que en realidad ya están ocultos bajo la Tierra. Todas las puestas de Sol son en cierta medida ficticias, si consideramos el hecho de que cuando se ve el Sol casi tocar el horizonte, en realidad hace ya un rato que se ha escondido: cada puesta de Sol (y también cada salida) no es más que una especie de espejismo.
    Pero poco más allá de la atmósfera se extiende el espacio cercano, el entorno inmediato de la Tierra, una región que en la actualidad se encuentra repleta de aparatos artificiales, los satélites, astros colocados ahí por manos humanas y que, por mucho que pueda sorprender, se pueden observar a simple vista todos los atardeceres. Justo después de la puesta de Sol el suelo empieza a sumirse en la noche pero la luz solar sigue alcanzando el espacio donde se mueven los satélites más cercanos, y así se hacen visibles durante varias horas como puntos que cruzan el cielo de norte a sur, de sur a norte o de oeste a este. El mismo fenómeno se produce también poco antes de cada amanecer.
    Otros fenómenos celestes repletos de contenido astronómico, accesibles a la observación directa y relacionados tanto con la atmósfera como con el espacio exterior, son las estrellas fugaces y el centelleo de las estrellas. Las estrellas centellean debido a la turbulencia de la atmósfera, y los detalles de este mecanismo permiten distinguir estrellas de planetas (los planetas no centellean) y dan pistas sobre el estado de la atmósfera. Las estrellas fugaces, a pesar de su nombre, no son estrellas sino partículas de polvo interplanetario que inciden a grandes velocidades sobre la atmósfera terrestre y lucen cuando se incineran por el roce con el aire. Aunque suelen aparecer en lluvias periódicas, todas las noches se ven meteoros esporádicos que ilustran muy bien este fenómeno, aunque para observarlo en buenas condiciones suele hacer falta alejarse de las luces urbanas.

La Luna, el Sol y el Sistema Solar

Es increíble pero cierto: hay muchas personas que no se han dado cuenta de que la Luna se puede ver de día. La Luna es el astro más fácil de observar, y a poco que se le dedica un poco de atención su seguimiento se convierte en un juego y un pasatiempo interesante. Su ciclo de fases presenta una relación sencilla pero curiosa con las horas a las que se ve nuestro satélite natural. Además, y para quienes habitan en costas donde las mareas alcanzan cierta intensidad (no es el caso de Almería), la relación entre la fase lunar y las mareas ofrece una conexión inesperada entre el firmamento y un fenómeno cotidiano.Cielo azul
    Al seguir las fases lunares y otros ciclos de la Luna se puede emplear este astro para estimar la hora durante la noche, para predecir mareas o para sorprender a las amistades. Quizá el modo más sencillo de conseguir esto último consista en razonar acerca de la ilusión lunar o, dicho de otro modo, por qué la Luna cuando sale nos parece tan grande. A poco que se repara en este fenómeno se termina por concluir que se trata de un engaño perceptual, una ilusión óptica que se desencadena por entero en el interior del cerebro: he aquí un fenómeno cotidiano y en apariencia simple, relacionado con el cielo pero que en realidad es de carácter más sicológico que astronómico.
    También son muchas las personas de hoy que no saben que todos los planetas desde Mercurio hasta Saturno se pueden observar a simple vista como luceros brillantes que no tiemblan. Incluso cabe la posibilidad de ver Venus a simple vista y a plena luz del día durante muchas jornadas cada año, aunque esta observación requiere bastante práctica.

El cielo estrellado

Por mucho que la contaminación lumínica mate el espectáculo del cielo, quedan estrellas que ver y cosas que aprender de ellas. Antiguamente era costumbre en nuestras tierras estimar la hora de noche mirando la  constelación de la Osa Menor. Esta sabiduría se ha perdido por completo, pero no cuesta casi nada recuperarla porque, por fortuna, ahora todo el mundo sabe restar y sumar, y para medir la hora de noche por medio de la constelación de la Osa Menor hace falta poco más que un poquitín de práctica y hacer una suma y un par de restas. La Osa Menor es una constelación que aparece siempre en el cielo del norte. A medida que la Tierra gira (una vuelta cada día), la Osa Menor va adoptando posiciones distintas sobre el horizonte y eso permite averiguar la hora. Solo hay dos inconvenientes para ello. Primero, que hay que leer la hora de una manera distinta en cada época del año, pero esto se resuelve muy bien aplicando una resta, un cálculo mental muy simple. El otro inconveniente consiste en que el cielo nos da la hora solar local, pero hoy día solemos preferir la hora oficial medida por los relojes mecánicos, que suele diferir de la hora solar hasta en un par de horas o más.
    Las estrellas más brillantes, esas que llegan a verse incluso en cielos bastante deteriorados por la contaminación lumínica, son las más adecuadas para tratar de distinguir sus sutiles colores. Es verdad que hay estrellas blancas, otras son amarillentas y algunas parecen incluso un poco anaranjadas. Hay que dedicar algo de esfuerzo para distinguir tonos tan delicados, pero esta observación es posible y además está cargada de significado porque el tono cromático de los astros está relacionado de un modo muy directo con sus temperaturas: las estrellas frías tienden a mostrarse más anaranjadas que los astros más calientes, que se aprecian de un blanco mucho más puro.
    El espacio entre las estrellas se ve de color negro. Esta observación en apariencia irrelevante está también cargada de significado. La ciencia moderna, desde el sigo XVIII, considera la oscuridad del cielo como una paradoja (la «paradoja de Olbers») que solo se resuelve cuando se tiene en cuenta que el universo no es infinitamente antiguo, que tuvo un origen en el tiempo. La observación más cotidiana y trivial resulta así estar ligada de un modo sorprendente con uno de los mayores enigmas del universo.

Todo este catálogo de observaciones sencillas se pueden realizar casi desde cualquier lugar de la Tierra, sea rural o urbano, costero o de montaña. Y quizá al ensayar estas experiencias nos animemos a añadir un poco más de tiempo y esfuerzo y buscar los lugares idóneos para contemplar otros fenómenos celestes más esquivos: la Vía Láctea, la luz zodiacal, las lluvias de estrellas fugaces, la galaxia de Andrómeda o, incluso, algunos objetos que requieran usar prismáticos o pequeños telescopios como los cráteres lunares, los satélites de Júpiter o los anillos de Saturno.
    Los documentales y libros de divulgación astronómica más difundidos suelen llevarnos de un salto hasta la ciencia de vanguardia, los mundos más lejanos o las teorías más especulativas y difíciles de comprobar en la vida cotidiana. Galaxias lejanas, agujeros negros, supernovas, estrellas de neutrones, evolución estelar... No se puede prescindir de todo ese bagaje aportado por la astronomía, pero qué tal complementarlo con un acercamiento a la astronomía más accesible, la que se puede poner a prueba mirando por la ventana sin necesidad de instrumentos. Este enfoque permite recuperar el firmamento como parte del paisaje natural y ayuda a dar significado al resto de hallazgos sorprendentes e inesperados de la astrofísica moderna.

 

 

Este artículo ha sido originalmente publicado en la revista de divulgación científica almeriense, Nova Ciencia, en su número 37.



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