Revista Digital de Ciencias Bezmiliana ISSN:1989-497X

 

El caso del electromagnetismo

Un ejemplo del tratamiento cinematográfico de un campo tecnocientífico emergente, lo encontramos en el electromagnetismo y sus aplicaciones. El nacimiento del cine (finales siglo XIX) coincide con la popularización del uso y aplicaciones de la energía eléctrica y magnética. La electricidad y el magnetismo se convierten en protagonistas de muchos filmes de la primera etapa del cine. Así, puede hablarse incluso de un subgénero: fantasías eléctricas. Con un tratamiento entre ingenuo y satírico del progreso que la energía eléctrica representa, se producen multitud de películas de títulos harto elocuentes: La Ceinture Electrique (1907); The Electric Policeman (1909); The Electric Vitaliser (1910); La Cuisine Magnetique (1907); The Magnetic Squirt (1909); The Wonderful Electro-Magnet (1909).

Cuando los electrodomésticos y todas las aplicaciones prácticas del electromagnetismo (iluminación, etc.) se convierten en algo común, se asiste a una pérdida de protagonismo como fundamento de tecnologías del futuro, en favor de otros campos como la física cuántica o atómica. Lo cotidiano deja de resultar fascinante. A partir de los años 20, son contados los filmes donde la presencia del electromagnetismo es relevante.3 ¿No estamos asistiendo, en la actualidad, a una efervescencia similar en el dominio de la bioingeniería? Frankenstein

De Fausto a Frankenstein: la imagen del científico4

La imagen popular de la ciencia, de los científicos y del entorno donde realizan su actividad (laboratorios) se nutre de los mitos creados por la ficción, reflejo, a su vez, de las prevenciones y recelos que la actividad científica suscita (Skal, 1998; José, 2000). No debe extrañar, la existencia de una serie de clichés establecidos a los que guionistas y escritores poco escrupulosos recurren cuando desean incluir en sus creaciones científicos y laboratorios.

La percepción por parte de la sociedad de la figura del científico y de su actividad debe más a los míticos Frankenstein, Moreau o Jekyll y a los actores que los han encarnado en el cine (Clive, Laughton o Barrymore) que a los reales. Unos arquetipos que han permanecido prácticamente invariables y que muy poco, o nada, tienen que ver ya con la actividad científica real. Aunque los grupos de investigadores, que desarrollan su actividad en instalaciones específicas, han desplazado esa imagen del científico solitario que trabaja en el laboratorio del sótano de su casa, es ésta última representación la que sigue perviviendo en el imaginario popular.

Las encuestas realizadas acerca de cómo son vistos los científicos por diferentes colectivos (Meads, 1957; Hills, 1975), arrojan las mismas conclusiones. Los científicos serían:

 

- exclusivamente hombres,

- maduros o mayores,

- calvos o con cabellos a lo Einstein,

- trabajan aislados en laboratorios apartados, en temas secretos o peligrosos.

 

Unos rasgos que apenas han variado un ápice la visión que se tenía en el siglo XVII, cuando, de la mano de Galileo y Newton, nace la ciencia moderna. A pesar del tiempo transcurrido, los resultados de las encuestas citadas y la acerada sátira de Swift (véase la descripción de este colectivo, «siempre en las nubes», habitante de la isla volante de Laputa, en los Viajes de Gulliver, 1726), parecen seguir vigentes en el imaginario popular. Cuando no está loco, que es lo más habitual, el científico es despistado, torpe, olvidadizo y, algunas veces, las menos, hasta simpático... Así es como la ficción nos lo presenta.

 



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